Regreso a Chihuahua
“El anhelo democrático, personaje principal de esta historia, convirtió a Chihuahua en escenario de una contienda nacional cuyo desenlace no podía ser previsto, escribí en una de mis últimas entregas”.
Francisco Ortiz Pinchetti
CHIHUAHUA. En estos días aciagos para la endeble democracia mexicana, paradójicamente, regreso a esta tierra en la que hace 38 años atestigüé como reportero un episodio crucial de la historia reciente de México. En el verano de 1986 ocurrió aquí lo que muchos consideramos un parteaguas en la transición de nuestro país a la democracia.
En la contienda por la gubernatura del estado, el gobierno del PRI recurrió a todas las trampas de su amplio repertorio fraudulento para burlar la voluntad de los chihuahuenses. Sin embargo, se encontró con un pueblo digno, admirable, que se movilizó durante más de tres meses, con una sola, vieja demanda: sufragio efectivo.
Y mientras el gobierno y su partido justificaban el atropello con el argumento de que se trataba de un “fraude patriótico”, en estas calles y plazas que ahora he vuelto a caminar se manifestaron miles y miles de chihuahuenses decididos a no dejarse atropellar. Igual que marcharon en esta capital y en diversas ciudades como Parral, Cuauhtémoc, Delicias, Camargo, mantuvieron plantones ante el Palacio de gobierno y los locales de los organismos electorales, televisoras y periódicos; bloquearon carreteras del estado y tomaron puentes internacionales en Ciudad Juárez.
Durante semanas y semanas
Tras documentar periodísticamente el fraude electoral del 6 de julio de ese año, describí en aquellas crónicas para el semanario Proceso las acciones de resistencia, entre ellas las concentraciones multitudinarias que ocurrían en la esquina de las calles Independencia y Libertad, en el centro de esta ciudad, o recorrían la Ocampo, la Victoria, la Aldama, la Universidad.
La resistencia contra el fraude operado personalmente por el entonces secretario de Gobernación, Manuel Bartlett Díaz (como lo confesaría años después), aglutinó a los más diversos sectores de la sociedad. Al movimiento se sumaron al PAN el entonces Partido Socialista Unificado de México, PSUM; los organismos empresariales, la Iglesia Católica, el movimiento campesino, los obreros, las agrupaciones cívicas, las amas de casa, el pueblo llano.
Aunque el protagonista central de ese episodio fue el candidato panista a la gubernatura, Francisco Barrio Terrazas, –y por tanto él y su partido fueron los directamente agraviados—lo ocurrido aquí aquel verano desbordó por mucho las posiciones partidistas o ideológicas y se convirtió en fenómeno de trascendencia nacional. Esa es, me parece, la esencia misma, el sentido de aquel movimiento inolvidable, antecedente directo e inmediato del de 1988, cuando se dio a nivel nacional la primera contienda electoral competida de la historia reciente de México.
Pronto se vio que en efecto no era el PAN. No era tampoco Barrio Terrazas. Ni la derecha “aliada a los más oscuros intereses antimexicanos”, como querían algunos justificar el fraude. Lo que puso al PRI en Chihuahua (y al gobierno de Miguel de la Madrid) contra la pared fue su propio descrédito ante una ciudadanía que exigía lo único que el partido oficial no podía darle: respeto a su vocación democrática.
Bartlett Díaz, el hoy saliente y feliz director general de la CFE, asumió personalmente la defensa de la “legitimidad” de la elección. Usó todo su control sobre los medios. Y cuando 20 artistas e intelectuales (entre ellos Octavio Paz, Héctor Aguilar Camín, José Luis Cuevas, Enrique Krauze, Lorenzo Meyer, Carlos Monsiváis, Elena Poniatowska y Gabriel Zaid) firmaron un célebre desplegado en el que “dadas las fundamentadas dudas” sobre esa legitimidad, pidieron la anulación de las elecciones chihuahuenses, el secretario de Gobernación se reunió con ellos en una cena para tratar de rebatir sus impugnaciones. Luego desesperado, intentó convencerlos por separado, uno a uno… Hoy es un patriota, nacionalista e impoluto personaje de la autollamada “Cuarta Transformación”.
El anhelo democrático, personaje principal de esta historia, convirtió a Chihuahua en escenario de una contienda nacional cuyo desenlace no podía ser previsto, escribí en una de mis últimas entregas. “La imposición del PRI no era el final, por supuesto. La oposición que se unificó y se organizó como nunca antes para la resistencia, estuvo consciente de que apenas se vivía el verdadero principio de la lucha. En Chihuahua, lo insólito se volvió cotidiano. Muchas cosas ocurrieron aquí por primera vez en la historia reciente de México. Y por primera vez también, las cosas quedaron claras: los mexicanos se enfrentan a un gobierno incapaz de responder a un clamor tan simple y tan trascendente como es la demanda de democracia. La cerrazón total se opuso al último resquicio de confianza”.
Durante esta nueva estancia en Chihuahua, acogido generosamente por mis entrañables y ya carcamanes amigos periodistas, recordé en el Parque Lerdo a don Luis Héctor Álvarez, cuyo busto está ahora al lado del kiosco en el que como alcalde con licencia de esta capital permaneció 41 días en huelga de hambre, antes de acordar con Heberto Castillo, que lo visitó en el kiosco, “dar la vida en abonos, no al contado” y recorrer juntos el país.
También evoqué a Guillermo Prieto Luján, el dirigente estatal panista, al frente de una multitudinaria marcha con banderas desplegadas. Y la “cadena humana” que un anochecer abrazó por completo, mano con mano, el centro de la ciudad. El pitido intermitente, constante de los autos. Todo el día. Todos los días. Y la viejecita que enfrentó al candidato priista supuestamente triunfador Fernando Baeza Menéndez: “¡Ursupador!”, le gritó en su cara.
Saludé a la doctora Patricia Berlanga, entonces una incipiente, joven geriatra, a quien el veterano panista, excandidato a la gubernatura de su estado (1956) y a la Presidencia de la República (1958), escogió para hacerse cargo de su cuidado durante el ayuno. Recordé con ella su angustia ante tamaña responsabilidad, consciente de la trascendencia política que tenía para el movimiento democrático la decisión de don Luis, a la vez que su obligación ética de cuidar la vida del insólito huelguista, entonces de 67 años de edad.
En Ciudad Cuauhtémoc compartí un muy grato encuentro con el padre Camilo Daniel (el párroco de Anáhuac, en ese entonces) y el exalcalde local Humberto Ramos Molina, personajes ambos de aquella gesta por la democracia. Ellos junto con el profesor Antonio Becerra Gaytán, ex dirigente estatal del Partido Comunista y en 1986 líder y candidato del PSUM, jugaron también un importante papel en la resistencia poselectoral. Luego los tres encabezarían la movilización campesina por los precios de garantía en la entidad.
Recordé por supuesto, frente a la sede de la arquidiócesis en la avenida Cuauhtémoc, a don Adalberto Almeida y Merino, entonces arzobispo de Chihuahua. Él, con los obispos José Llaguno Farías, de la Tarahumara, y Manuel Talamás Camandari, de Ciudad Juárez (ya fallecidos los tres), expidieron una histórica exhortación pastoral, Coherencia cristiana en la política (que valdría la pena rescatar, por cierto) y demandaron luego la anulación de los fraudulentos comicios. Almeida dispuso inclusive la suspensión de cultos en su arquidiócesis en protesta por el fraude, medida extrema que fue detenida desde el Vaticano por una intervención del nuncio Girolamo Prigione… buen amigo de Bartlett.
Duele repasar este episodio, crucial para la lenta y costosa transición mexicana a la democracia, cuando ésta es nuevamente vulnerada desde el poder. Pasaron casi cuatro décadas desde aquel “verano caliente” de Chihuahua 86 y regresamos hoy a los peores tiempos del PRI. Habrá que volver a empezar. Válgame.
@fopinchetti
Francisco Ortiz Pinchetti
https://www.sinembargo.mx/author/franciscoortiz
Fue reportero de Excélsior. Fundador del semanario Proceso, donde fue reportero, editor de asuntos especiales y codirector. Es director del periódico Libre en el Sur y del sitio www.libreenelsur.mx. Autor de De pueblo en pueblo (Océano, 2000) y coautor de El Fenómeno Fox (Planeta, 2001).