Columna Diario de campo

Luis Miguel Rionda (*)

En este año que inició estamos cumpliendo treinta del fatídico 1994, cuando demasiados sucesos traumáticos dejaron marcado ese periodo en la memoria mexicana. En 1993, México había vivido la euforia de gozar los primeros frutos de una década de enormes sacrificios en el campo económico, y de una tímida apertura democrática que había reintegrado al sistema hegemónico priísta su legitimidad perdida. En ese año México era salinista hasta las cachas: su popularidad rondaba el 82%, según datos de Alejandro Moreno (https://t.ly/0J0UQ). La expectativa del inicio del Tratado de Libre Comercio de América del Norte despertaba muchas esperanzas clasemedieras. Se acabó el modelo sustitutor de importaciones y de economía cerrada, que marcó la juventud de mi generación con la escasez y la mala calidad de bienes y mercancías, la depresión del nivel de vida y el desánimo por las crisis sexenales. Nos esperaba un balde de agua fría en 1994: la rebelión de las cañadas chiapanecas el uno de enero; el asesinato del candidato presidencial priísta –que nos retrotrajo al asesinato de Obregón en 1928— en los idus de marzo; el asesinato en septiembre del operador político privilegiado del nuevo régimen; para culminar en el error de diciembre, y el regreso del temido fantasma de la crisis y la devaluación…

Fue un anno horribilis, sin duda. Pero, por fortuna, no para mí. Ese año pude dejar la burocracia estatal, tras ocho de experiencias profesionales intensas, pero agotadoras y un tanto frustrantes. Ese año la Universidad de Guanajuato abrió a concurso plazas para profesores de tiempo completo, con perfil de investigador. Pude concursar y ser seleccionado, y así comenzar una carrera académica que ya cumple 30 años este 14 de febrero. Fue un año de quiebre y redefiniciones, que confirmó mi vocación estudiantil hacia el estudio de lo social, a partir de las herramientas formales de la ciencia social.

Desde 1991 yo pertenecía al Sistema Nacional de Investigadores, gracias a que siempre apliqué el método científico en mis responsabilidades en las secretarías estatales de educación y de gobierno, y pude publicar productos relacionados con mi actividad administrativa. Pero la libertad de investigación y de cátedra que se me ofreció en la universidad pública me permitió crecer en mis capacidades y en mi compromiso con la comunidad regional. Pude investigar libremente sobre la migración laboral mexicana hacia los Estados Unidos, las culturas populares y las identidades locales, así como los cambios políticos y electorales que se experimentaron en esos años en la entidad, el nuevo federalismo, y otros temas que me apasionaron.

La universidad se benefició de esta liberalización política con el otorgamiento de su autonomía el 21 de mayo de ese año, con el apoyo unánime de las fuerzas partidistas en el congreso local. Esa autonomía potenció enormemente las capacidades de la institución, y nos brindó fortalezas comunitarias que hoy nos han permitido ver ubicada a la UG entre las quince mejores universidades del país.

La autonomía no significó autocracia insular, patente de corso o libertad para la intrascendencia. La autonomía favoreció la autogestión del desarrollo con pertinencia, la administración los talentos internos, la asunción de la responsabilidad comunitaria y el compromiso con la excelencia para la justicia social.

Son treinta años en que la suerte me ha permitido recorrer en compás con mi casa de trabajo, y participar del gusto de saberme parte de una comunidad más grande, más fuerte y más comprometida. Hace treinta años ingresé a una universidad tradicionalista y hundida en la autocomplascencia, como parte que era de la burocracia estatal. Hoy me enorgullece verla transformada en una institución moderna, exigente y estandarizada con los mejores indicadores internacionales. Yo espero no haberme quedado atrás.

(*) Antropólogo social. Profesor de la Universidad de Guanajuato, Campus León.

 

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