Día del libro nacional
Ayer, 12 de noviembre, festejamos el Día del libro en México; en el mundo se conmemora el 23 de abril. Sin embargo, mucho antes de que se fijara la fecha internacional, en México lo celebramos. Ello en virtud de que en esa fecha, pero de 1651 nació sor Juana Inés de la Cruz. Esta religiosa fue una niña muy precoz porque, sin ser enseñada, aprendió a leer. Con el paso del tiempo empezó a escribir poesía y ello incomodó a la sociedad porque las mujeres de entonces solo debían aprender los secretos de la cocina y el bordado. Debió así refugiarse en la carrera religiosa donde tuvo más libertad para acercarse al conocimiento. Recordemos que el fruto prohibido en la Biblia, justo, es el conocimiento; pero los religiosos, por su formación, estaban a resguardo para el pensamiento de entonces.
Por esa razón, los libros no contaban con simpatía popular. Además, su producción era muy elevada: duplicar un libro tardaba años porque se hacía a mano y muchos de sus ilustraciones eran obras de arte complicadas. Hasta antes de la incorporación de la imprenta en Europa (no la inventó Gutenberg porque los chinos ya la usaban hacía siglos), los libros se hicieron accesibles. Aun así, la gente tampoco sabía leer y escribir. Los movimientos protestantes debieron romper la resistencia de clases sociales elevadas y de la Iglesia para masificar la enseñanza de la lectura.
Cuando la imprenta permitió la accesibilidad del libro, los más visionarios buscaron aprender a leer y escribir, ante el malestar de muchos y el desdén de otros. Los pocos que iban accediendo a esta habilidad, leían en voz alta a sus amigos. Esto originó reuniones que, para los detractores, era una decidida pérdida de tiempo. Después de la reproducción de libros religiosos se pasó a los de caballería para hacer atractiva la lectura. En el libro Los 1001 años de la lengua castellana (FCE 2002) se describe que en alguna ocasión, después de un prolongado viaje, un hacendado regresó a su casa —analfabeto desde luego y detractor acérrimo del libro—. Aquel hombre, al entrar a su hogar encontró a su mujer y a sus hijas echas un mar de llanto. El hacendado se alarmó ante la eventualidad de una desgracia. Angustiado, de inmediato quiso saber lo sucedido: «¡Por Dios!, ¿qué ha pasado?», gritó desesperado. Las hijas no pudieron responder a causa de la cantidad de lágrimas: la tragedia se respiraba. Seguían todas en taburetes o arrodilladas a los pies de un joven que pretendía a una de ellas. «¡Una desgracia! ¡Una desgracia!», alcanzó a decir la esposa del hacendado, con voz entrecortada y secándose las lágrimas. Plenamente consciente de las intenciones del muchacho por una de sus hijas, furioso se dirigió al joven y demandó a gritos una explicación. El joven se encogió de hombros y visiblemente afectado levantó un libro abierto en las últimas páginas y dijo con voz quebrada: “Señor… ¡Amadís ha muerto!”, (Amadís de Gaula, el más famoso personaje de la novela caballeresca).
