Elegir la palabra más afortunada en una construcción gramatical es fundamental para conseguir el efecto esperado. No se trata solo de considerar el significado de cada palabra, también debe sopesarse su efecto emocional. Como seres humanos, no estamos tratando solo con organismos racionales, fríos y objetivos: somos seres que la mayoría de nuestras decisiones están teñidas por los que sentimos. Nuestras simpatías o antipatías (filiación o rechazo) radican más en nuestro ser emocional que en racional.

La comunicación plena, por tanto, obliga a llevar más allá al receptor. Comprender un mensaje es insuficiente: la palabra adecuada, el vocablo preciso y oportuno, debe matizar emocionalmente la comunicación. Eso la lleva al éxito (a ello se suma la sintaxis, pero hoy solo me centraré en ello).

Uno de los idiomas con mayor número de vocablos es el español. Eso es debido a que la península ibérica fue asentamiento de muchos pueblos procedentes de toda la zona europea, occidente asiático y norafricano. Cada uno dejó la influencia de su lengua y ello llevó a contar con una imponente variedad de palabras de uso cotidiano y especializado.

En el diccionario oficial se registran en promedio cien mil entradas (cada uno de los vocablos definidos en la obra). En un símil con un mecánico, es como contar con todo tipo de herramientas para actuar sobre un vehículo: dados, llaves allen, destornilladores de cruz, planos y de figura… Lo grave es no saber utilizar el equipo. Eso vuelve inútiles a las herramientas.

Por ello, desconocer el vocabulario, sus matices, sus características, sus alcances nos hace hablantes elementales. El idioma está subutilizado. La forma de recrear una lengua es mediante su uso y el habla cotidiana aparentemente está desprovista de riqueza en los matices. En realidad, los tiene. La mayoría de las ocasiones se reflejan e intuyen sin plena consciencia. Pero, por supuesto, las alternativas crecerían con un lenguaje mucho más variado. Pero, no hay una búsqueda regular de dar giros propositivos; simplemente se habla para salir del paso, para deambular por la vida.

Ejemplifico, cuando daba clases recomendé a mis alumnos el libro ‘¿Por quién doblan las campanas?’ de Ernest Hemingway. A los muchachos universitarios les pareció incomprensible el título: no sabían el significado de ‘doblar’. «¿Por qué no usaron ‘sonar’?», preguntó alguien. Cuando una campana suena, llama a misa; cuando repica, es por alguna festividad; pero cuando doblan es porque las campanas anuncian un funeral. Sin el vocablo ‘doblar’ en nuestro idioma, el título hubiera sido mucho más largo para hacer comprender al lector que se trata de una tragedia. El título ha dado un adelanto de la lectura. Pero la falta de conocimiento en la variedad de sentidos de un vocablo, a inutilizado el matiz del nombre de la obra.

Enriquecer el idioma, nuestra forma cotidiana del hablar –no limitarnos a las 250 palabras que según la SEP usamos en promedio–, intensificaría nuestra vida regular. Propongo, entonces, incorporar cada semana un vocablo desconocido, pero enunciado en el diccionario oficial. Aplicarlo en la vida cotidiana, no solo le favorecería personalmente, también enriquecería su ambiente (familia directa y amigos).

He aquí una lista muy breve vocablos: ‘zurumbático’ (aturdido, pasmado), ‘lángara’ (persona que no es digna de confianza), ‘aticismo’ (elegancia y delicadeza de gusto en escritores y oradores), ‘bonhomía’ (bondad, honradez y sencillez en comportamiento y carácter), ’mendaz’ (mentiroso), ‘inefable’ (que no se puede explicar con palabras), ‘alacridad’ (alegría y presteza del ánimo para hacer algo), ‘badomía’ (despropósito, disparate), ‘nefelibata’ (persona soñadora que no percibe la realidad).

Darle variedad a nuestra forma expresiva, usar de forma regular sinónimos, dota de nuevas conexiones cerebrales a nuestras neuronas, lo que nos hace más listos; nos facilita comprender todo tipo de textos donde usen esos vocablos; nos vincula con gente de otros grupos sociales; y también nos prestigia frente a quienes ya nos conocen.

 

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